Las noticias sobre abusos sexuales a niños son siempre terribles, mucho más si esas acciones son perpetradas por quienes tenían una especial obligación de tutela respecto al menor, como son sus propios padres, un profesor, un sacerdote, un religioso: quien tenía que proteger es el agresor? Imposible no sentirse concernido por el dolor de tantos inocentes. Es verdad que el problema de abuso de menores no es específico de ningún país ni de la Iglesia católica; pero no por ello uno deja de sentir una fuerte desazón y vergüenza porque eso haya sucedido dentro de instituciones católicas y por el modo en que esos hechos pecaminosos y criminales fueron afrontados por ciertos obispos. Todo esto está socavando gravemente la credibilidad y eficacia de la acción pastoral de la Iglesia. Como ha señalado Benedicto XVI, solo una acción decisiva llevada a cabo con total honestidad y transparencia restablecerá el respeto y el afecto hacia la comunidad de los seguidores de Jesús. Él mismo ha marcado el camino para este particular «nunca más»: pedir perdón a las víctimas, colaborar con la Justicia, purificación y renovación interna.
Pero también me siento perplejo por el ahínco de algunos en zarandear a dentelladas al Papa, en demoler la credibilidad -más allá de lo que lo hacen los propios hechos- de una institución que ha ayudado como ninguna otra a promover la dignidad humana y construir espacios de fraternidad y solidaridad. Es verdad que la Iglesia no siempre ha acertado, que ha pecado (ya San Ambrosio se refería a ella como una casta prostituta...), pero en su haber aún sobresalen los méritos. Por la maldad de una minoría de abusadores y defraudadores no podemos olvidar ni minusvalorar las vidas de millones de sacerdotes, religiosos y religiosas entregados (ayer, hoy y siempre) a la causa del hombre -que es la causa de Dios- en tantos y tantos lugares del mundo, muchos de ellos totalmente dejados de la mano de sus propios Gobiernos. Conozco personalmente a cientos de ellos, hombres y mujeres buenos, que solo quieren sembrar en medio del mundo el espíritu de las bienaventuranzas. Este domingo, en misa, me conmovió descubrir cómo en medio de tanto ruido la confianza de la gente en Dios sale indemne de esta refriega. Y es que ya San Pablo lo dejó escrito: «Llevamos ese tesoro en vasijas de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios».
Artículo publicado por José Ramón Amor Pan en La Voz de Galicia el martes 13 de Abril de 2.010