El gran silencio dura 164 minutitos de nada y en ella, como su título indica, y si no lo indica os lo confirmo yo, no se habla. Porque los cartujos de la Grande Chartreuse, en la soledad de los Alpes franceses, no hablan, o hablan lo imprescindible (tienen voto de silencio, pero alguno se lo salta y charla con sus gatos). No os descubro nada si os digo que ésta no es una película para todos los públicos.
En 1984, el director alemán Philip Gröning pidió permiso al prior de los Cartujos -la orden monástica de obediencia cristiana más estricta, sólo comparable con el Císter o la Trapa, aunque el prior tiene 'e-mail', el tío- para rodar una película dentro de la Grande Chartreuse. "No estamos preparados, quizá más tarde", le contestó. Y 16 años después, le dijo: "Ya puede usted venir". Y Gröning fue. Había condiciones, claro. Sólo él podía entrar en el monasterio. Él, su cámara, su micrófono y punto. No podía entrevistar a los monjes. No podía añadir material adicional ni de sonido ni de imagen. No podía usar luz artificial. Y cuando le dijeran "ahí no se rueda", pues ahí no se rodaba. Y los monjes tenían que ver la película antes que nadie.
Convivió con ellos durante seis meses. Trabajó en la huerta, arregló zapatos, cosió botones, cortó troncos, dio de comer a los animales, lavó, fregó, rezó y, como los cartujos, no durmió ni una sola noche más de tres horas seguidas (los cartujos duermen tres horas y rezan dos, duermen tres, rezan dos, etc.). Y, tres horas al día, rodó.